Por Lydda Franco Farías
“La escritura es la lectura perfecta”

Alfredo Chacón
Diario El Nacional



No sé si las experiencias, las vivencias de una, y, cuando digo una, no sólo me refiero a mí, sino a todo ser humano que, por muy pobre que sea su memoria o por muy estrecha o esmirriada, siempre tiene algo que contar de sí mismo, siempre existirá una reserva de emociones, sensaciones, curiosidad de todas las cosas que ha vivido, no sé, digo, si les ocurre vivirlas con la misma magnitud e intensidad, pero, lo seguro es que hasta el menos despierto o avisado, experimenta asombros, tiene momentos en que se pregunta los cómo y los por qué de las cosas, y vive situaciones en que el dolor o el placer les despiertan una cierta intuición de lo que experimenta en el acontecer de sus días y de sus noches. Claro que, no a todos les acontece darse cuenta de lo que eso significa, ni valorar su importancia con el mismo ritmo de tiempo. Existen personas que tienen cierta capacidad para advertir la vivencia y su esplendor, si no en el instante preciso en que la experimentan, al menos pueden hacerlo al cabo de meses o escasos años. Hay también quienes aprehenden o pueden captar el resplandor y la conciencia de su propia experiencia vital de manera simultánea, pero este don es algo raro o poco frecuente. Los que hemos tenido la suerte de desembocar en la poesía, hemos podido advertir –y esto mucho más tarde- que esta excepción, que esta tendencia a tener cuerpo, alma, memoria y sentidos para el portento, para el milagro que nos puede acontecer o manifestársenos, se potencia, cobra espesor y forma en la experiencia escrita, en la plenitud del poema. Entonces, la realidad se nos desnuda, como lograr con las palabras un cuerpo coherente por el que, lo vivido, adquiere la llama del sentido, es decir, el lugar donde manifiesta su máxima comprensión, su máxima realización el qué, el cómo y el porqué de la sensibilidad, mejor dicho, de lo que hemos estamos sintiendo, sufriendo o tratando de cohesionar, aquello que se nos escapaba, aquello que no podíamos explicar, aprehender, lo que nos maravillaba, estremecía, sacudía, con-movía, el mostrarse todos los pliegues y recovecos de nuestra alma y de nuestros sentidos, del hecho nimio o trascendente, ahora traducido en arte, en recinto de permanencia, durabilidad, algo que al superarnos, trascendernos, revela nuestros movimientos y secretos a nuestros semejantes.

Cuando decíamos que todos experimentan la maravilla o el desgarramiento de lo real, y, cuando señalábamos eso, que a falta de otra denominación, llamamos, el don de sentir con mayor plenitud, de poder observar, contemplar lo imprevisto, lo inadvertido de la realidad que nos rodea, no me refiero a que haya personas aristocráticamente más sensibles o selectamente más avisadas, se trata de que, en la vida del hombre y de su vivencia del entorno, hay una jerarquía que no tiene que ver con títulos nobiliarios, ni con el pedigree de clase, pues es el contexto vital, familiar, cultural, educativo, -creo yo- el que ayuda a aumentar o reducir el tamaño de la intuición o percepción por la que el mundo desnuda sus misterios. La exploración del secreto o misterio de la realidad, es un estar en situación, es un haber aprendido, o, la posibilidad de haber sido influido o enseñado para que se amplíen o estrechen los asombros del mundo. Somos hijos de lo que hemos captado de los amigos, de los padres, de los maestros, la corporeidad, los sentidos, las emociones, la ternura, la inducción que familia o maestro, que músico o cantor, que anciano o madre, hayan despertado en nosotros, esa metodología del afecto o de la sensibilidad es lo que podemos llamar, la primera lectura del mundo. En esta instancia, leer es descubrir o develar nuestras primeras experiencias del cuerpo y de la realidad circundante. La percepción y lectura del cuerpo y su relación con la circunstancia, nos pone en situación, nos ubica, nos orienta para confrontar, para confrontarnos, en una relación de diálogo entre nuestra propia experiencia vital y la de otros. Es la experiencia trascendente del otro, del más próximo, del prójimo, es cuando establecemos el puente, transitamos de la realidad cotidiana, del ambiente y de las vivencias a la escritura de los otros, de la realidad a la ficción, que es más amplia y organizada desde el punto de vista del sentido, del percatarnos y, por lo que a través de un simulacro creativo de lo real, accedemos al revés de la trama, al “otro lado de la costumbre” como diría Cortázar a trascender la inmediatez, a salirnos de la rutina, de lo opaco y de lo que perturba e imposibilita aquello que nos hace más humanos: la imaginación y la reflexión. Ese primer puente es la lectura, que la mayor parte de las veces, para los que han tenido buenos contextos, los conduce a los libros, sobre todo a aquellos libros que nos proponen hallazgos y descubrimientos. Esa segunda lectura después de la del mundo la ha expresado el novelista Eduardo Liendo, en una suerte de lema: “leer es un poder”.

Creo que Liendo nos da una clave importante, de lo que el maestro Luís Beltrán Prieto Figueroa, ha llamado “la magia de los libros”. La lectura nos abre infinitas perspectivas y nos dota de poderes que, potencialmente poseemos, y que, al despertar, iluminan senderos secretos de nuestra propia alma. El libro nos coloca en experiencias límite, vislumbra el poder de trasladarnos a otras dimensiones, a otros tiempos, a otros espacios, a vivir como propias experiencias ajenas, a descubrir los otros que somos, y, al mismo tiempo y, paradójicamente, lo instransferiblemente propio de la experiencia particular de cada ser humano. Leer es el poder de construir, de habitar espacios imaginarios, de situarnos en una instancia que nos rebasa, en dimensiones diversas del tiempo y del espacio, de vernos y sentirnos como otros, a través de lo cual profundizamos y exploramos más plenamente nuestro propio estar en el mundo. Leer es un poder porque a través de él intuimos, aprehendemos una sabiduría, nos arriesgamos, nos aventuramos por territorios de belleza o de horror, tocamos el infinito. Es el poder de la comprensión, de la tolerancia, de la apertura a lo sorprendente del mundo, a las más diversas formas de información, el poder de trasladarnos dentro y fuera de nosotros y, de vivir ese tras-lado como otro puente entre la casa y el planeta. Leer nos prepara para expresar, para escribir, buscar nuestras propias maneras de conocer, de sentir, de darle forma a lo real. Leer es escudriñar, explorar, investigar las vertientes y los entresijos que la realidad y el mundo no sueltan por sí mismos, no dejan ver sin esfuerzo, sin el poder creador de la palabra. Leer, finalmente nos permite captar en todo su complejo proceso, la ficción y lo mítico, lo enigmático o misterioso, lo aparentemente inexpresable de la realidad, sobre todo cuando a esta la cubre el moho de la rutina. Claro que, lectura y escritura son caras de una misma moneda. Para poder entendernos mejor y en cierto orden lógico si es que tal orden existe y con una intención pedagógica, podemos admitir dos niveles: el de algunas personas dotadas de una capacidad excepcional que les permite, al mismo tiempo que viven y se asombran de la realidad, reflexionan o imaginan sobre la misma simultáneamente, con una estrecha separación; pero, me parece, que la experiencia más común, es la de adquirir la conciencia, la reflexión sobre el sentido del mundo, fundamentalmente, en la lectura de lo escrito, esta capacidad, este hacer, puede conducirlos a una rica y vigorosa expresión oral o al descubrimiento de libros que sacuden y conmocionan su experiencia vital, ampliándola y enriqueciéndola. Un segundo caso sería el de aquellos que, condicionados por sus contextos vitales, y, muchas veces, sin saberlo al encontrarse con los libros se dan cuenta de su experiencia, de su riqueza interior, de lo que han significado aspectos agradables o desagradables de su vida, y la confrontación con el universo plasmado en el libro, los conduce o no a la vocación de expresarse oralmente o por la escritura. En todo caso, estos últimos han caído en las redes de la fascinación de la escritura de los otros, han sido contaminados por el deslumbrante morbo, o, por el pecado paradisíaco, por la gana, la lujuriosa captación y la avidez multisensorial de la letra impresa, y, ahora, más modernamente, multimediática, de paso, en esta polémica contemporánea, sobre los medios audiovisuales y el libro, y, sin quitarle importancia a estos instrumentos de la informática la computadora, Internet, son muy útiles y sería tonto negarlos, es más, hay que aprovecharlos; pero, soy de la opinión que la tecnología del libro, ofrece perspectivas menos profundas que las que aporta la obra escrita, (siempre es excitante volver a esta polémica).

En lo que a mí respecta, puedo decir que, los primeros libros que tuve a mi alcance, me llegaban de mi abuela y de mi madre: La isla del tesoro, Las mil y una noches, María de Jorge Isaac, Verne, Víctor Hugo, Gallegos, Teresa de la Parra, Darío, Lorca, Garcilaso, Dostoievski, Edgar Allan Poe, etc. Este hallazgo que ha marcado mi existencia, empezó por la complicidad con personajes, situaciones, tramas, procesos, los ritmos, la música, la imagen. El primer momento fue de identificación, luego pasé de la lectura gozosa a la reflexiva. Empecé a entender que había que separarse de lo que se movía y acontecía en los textos, para establecer una relación sin dejar el goce de comprensión, de irme dando cuenta de los modos y formas y los instrumentos por los que la realidad pasaba a la ficción, y, cuando digo ficción, no quiero decir algo irreal, mentira. La obra de arte, la ficción, es lo real transformado y enriquecido, lo que escapa a lo obvio, a lo visible para construir lo invisible y, luego, la percepción más rigurosa en el sentido del esfuerzo, empujó mi gana de expresión a la escritura, a la poesía, porque como decía antes, lectura y escritura se complementan, interactúan dialécticamente, juegan y dialogan para hacernos hallar el tejido del mundo. La lectura es una escritura postergada, pero, también como dice el poeta Alfredo Chacón “escribir es la lectura perfecta”.

En cierta forma, cuando descubrimos el placer y la excitación de la lectura, en ese juego, interactúa, virtualmente, la posibilidad de escribir como realidad latente, por lo menos eso ocurre con los lectores apasionados, voraces. Esta iluminación, esta lucidez que nos provoca un buen libro sobre todo si es obra de arte cuando hemos adquirido el hábito de la insatisfacción con lo real, puede desembocar en los deseos inaguantables, impostergables de escribir o permanecer atados a la vocación amorosa y fatal del lector insaciable y frenético. Ese erotismo de la letra, si se queda en la pasión de ser un lector culto y asiduo, no es un regalo menor. Hay una lectura en la escritura, y hay una posible escritura en la lectura.

Incluí en estas reflexiones al maestro, no por casualidad, sino porque considero que entre otros muchos factores, el fracaso de la educación en Venezuela tiene que ver con la casi total extinción de ese espécimen que era el maestro culto, lector, con vocación e integridad, capaz de estimular en el alumno la curiosidad, la pasión y el hábito por la lectura. Este incentivo despertó en muchos de nosotros el deseo de apropiarnos, o de expropiar la escritura de los otros, de escribir esos libros terribles o maravillosos, y, casi sin darnos cuenta, empezamos a imitar a los autores de nuestra preferencia, para más tarde distanciarnos, buscar nuestros propios registros, nuestra propia voz, es al menos mi caso.

Para que haya lectores, es necesario que haya maestros lectores, que el maestro entienda que tiene que ponerse al día, puesto que él es factor fundamental en el incremento de la lectura y de los lectores, que tiene que empezar por la recreación de esa primera lectura del mundo de la que hablamos, es decir, desbloquear los sentidos, tanto de él como de los alumnos, dejar que la escuela sea invadida por la imaginación, permitir que entre frescor en el aula para que en ella quede atrapado el olor, los sabores del mundo, las cadencias, los ritmos que traen de la calle, de la casa, mantener y remozar el venero de mitos y leyendas que nos ronda desde la infancia, todo aquello que nos han ido mutilando, no dejar que se desperdicie ese maravilloso arsenal que traemos impregnado en los sentidos y que al llegar a la escuela se difumina. Es la primera instancia, luego hay que dar el gran salto, alimentar la propia curiosidad y la de los muchachos, atravesar el espejo, internarse en ese territorio de portentos que el maestro Luís Beltrán Prieto llama la magia de los libros.

Ha sido preocupación constante de toda mi vida, el deseo de incidir de alguna manera en el proceso de enseñanza y aprendizaje, muy especialmente, de niños y adolescentes. Mi angustia se traduce en querer contribuir a despertar entusiasmo y a elevar el nivel de necesidad, placer y vocación por la lectura no sólo por los libros de arte, aunque me produciría gran regocijo, que los docentes descubrieran el poder de la literatura y, particularmente, de la poesía como instrumento de revelación, investigación y asombro de la realidad. La pasión y la atracción de la lectura como proyecto de vida, me parece fundamental para el docente, no sólo como necesidad, sino como medio para descubrir en sí mismo y en el niño, la manera de atravesar el muro de la rutina, la opacidad, de romper el quietismo del espíritu, emprender la búsqueda del conocimiento como instrumento pedagógico, para correlacionar las diversas disciplinas, y así contribuir a transformar la realidad hasta acceder a un ámbito más libre y más pleno.
*Publicado en la revista Cubile nº7, julio-agosto 2008. En su edición aniversaria.